La frase de la semana.
“Las armas nacionales… se han
cubierto de gloria… puedo afirmar con
orgullo, que ni un solo momento volvió la espalda al enemigo el ejército
mexicano durante la larga lucha que sostuvo”. Del parte del General Ignacio
Zaragoza sobre la batalla de Puebla, 9 de
mayo de 1862.
El 17 de julio de 1861, el gobierno mexicano dispuso una serie de medidas, de las cuales la más trascendente, a los efectos de sus relaciones con otros países, fue la suspensión por dos años del pago de la deuda externa. Hubo una fuerte reacción de Francia, España y Gran Bretaña, quienes por la Convención de Londres suscripta el 31 de octubre de 1861, se comprometieron a enviar “a las costas de México fuerzas de tierra y de mar combinadas”, suficientes para tomar y ocupar “las diferentes fortalezas y posiciones militares mexicanas”.
Luego de variadas circunstancias que no es del caso relatar en este lugar, afloraron desacuerdos entre españoles y británicos por un lado y por el otro los franceses, fundados en la renuencia de los primeros con relación al propósito intervencionista francés en los asuntos internos de México. El 16 de abril Francia declara la guerra, por una proclama dirigida al pueblo mexicano, que así concluye: “La bandera francesa ha sido clavado en territorio mexicano, esta bandera no retrocederá. Que los hombres sabios la acojan como una bandera amiga. ¡Que los insensatos osen combatirla!”
El 20 de abril, el
General Charles Ferdinand Latrille, Conde de Lorencez, “general en jefe del cuerpo expedicionario en México” proclamaba: “La nación mexicana no debe inquietarse, ya
que la guerra ha sido declarada contra un gobierno inicuo que ha cometido ultrajes
inauditos contra mis compatriotas, por los cuales, creedme, sabré obtener una
conveniente reparación”.
Y El 26 de abril
de 1862, Lorencez se dirigió a su Ministro de Guerra con incontenible
arrogancia: “Somos
tan superiores a los mexicanos en raza, organización, moralidad y elevados sentimientos que ruego a Vuestra
Excelencia informar al Emperador que, a la cabeza de seis mil soldados, ya me
he adueñado de México”.
Pero una vez más quedó demostrado en los
hechos que la arrogancia, la soberbia y el menosprecio por el adversario no
ganan batallas. El 5 de mayo de
1862 las tropas mexicanas al mando del general Ignacio Zaragoza derrotan sin
atenuantes a las del Conde de Lorencez. Los seis mil quinientos soldados de los
que se ufanaba fueron enfrentados por un ejército de unos doce mil hombres, la
mayoría de los cuales carecía de instrucción militar y de equipo adecuado. Esta
hazaña es recogida por la historia como la Batalla de Puebla o del Cinco de
Mayo, y recordada para siempre por el parte del infortunado General Zaragoza
(fue a la batalla a pocos de días de fallecida su esposa y murió meses después
de Puebla a los treinta y tres años).
La cuestión de la deuda fue, para Napoleón III y según sus propias palabras, un mero pretexto. El verdadero propósito del Emperador había quedado claramente manifestado en una carta remitida el 19 de octubre de 1861 al embajador francés en Londres, August-Charles Flahault. Decía allí Napoleón que por muchos años había recibido pedidos de “gente importante” de México para instaurar una monarquía, la “única capaz de restablecer el orden”. Pese a la simpatía que le despertaba tal causa, tuvo que responder a esa gente “que no tenía un pretexto para intervenir en México… debemos esperar mejores días”. “Pero ahora, acontecimientos imprevistos han cambiado el cariz de la situación”. Por un lado, la Guerra de Secesión alejaba el peligro de una reacción de los Estados Unidos frente a una intervención europea en México y por el otro, “los ultrajes del gobierno mexicano han dado razones legítimas para intervenir en México”. “Así las cosas, tengo un solo propósito: ver protegidos y preservados los intereses de Francia a través de una acción futura que rescataría a México de la devastación por los indios o de una invasión norteamericana…”.
No obstante, unos días más tarde, se firmó la citada Convención de Londres, en la que las partes se comprometieron “a no buscar por sí mismas, en el marco de las medidas coercitivas previstas..., ninguna adquisición de territorio, ni ninguna ventaja en particular, ni a ejercer, en los asuntos internos de México ninguna influencia de tal naturaleza que pueda atentar contra el derecho de la nación mexicana de elegir y constituir libremente su forma de gobierno”.
Napoleón III
había propuesto al Archiduque Maximiliano para ocupar el trono del “imperio
mexicano”, por razones que nada tenían que ver con México y menos con su pueblo
(“por mi lado, debo reconocerlo, he
creído de buen gusto proponer a un príncipe perteneciente a una dinastía con la
cual he estado en guerra recientemente”, decía en su carta a Flahault). La
aventura de la intervención francesa y del Imperio Mexicano concluyó, como es
sabido, el 19 de junio de 1867. Maximiliano de Habsburgo fue fusilado en
Querétaro y tal vez en ese momento haya resonado en sus oídos la premonitoria oda
de Carducci: “Massimiliano, non ti
fidare/torna al castello di Miramare…”
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